lunes, octubre 12, 2020

A vueltas con el comienzo de un nuevo año de vida: reflexionándome

 


A mis 52 años, confieso que me da un poco de pena ver que otros han subido montañas (sin escalar, no me gusta escalar), atravesado bosques, se han lanzado en paracaídas, han buceado... y yo solo he subido montañas bibliográficas, he atravesado bosques literarios, etcétera; no hay necesidad de llevar la comparación hasta el final.

Es verdad que en toda esa vida al aire libre, llena de ejercicio, de sensación de vivir y todo eso es más engañosa de lo que parece. Queda genial en las fotos y en los vídeos, pero está llena de momentos... tediosos, aburridos y totalmente insatisfactorios.

La vida de los libros, la vida del pensamiento, es más serena. Mucho menos aburrida. Hay individuos que parecen destinados a las bibliotecas reales o virtuales.

Lo cierto es que a mí me encanta la vida social. Para nada soy el eremita de los libros. Todo lo contrario. Si de mí dependiera, saldría a cenar cada día, con una larga sobremesa, con risas, me encanta pasarlo bien con otros. Si de mí dependiera, tendría una excursión cada semana. Y un viaje más largo cada dos meses por España o por otros lugares.

Pero las circunstancias, la vida, el Destino, parecen haberme recluido en el invernadero más adecuado para producir cuatro cosechas al año.

También me hubiera gustado ejercer el poder, el poder eclesiástico, claro. De verdad, con toda sinceridad, nunca he consentido en esta tentación. Pero sí, he sentido siempre esa inclinación, ese gusto. Aunque en eso estoy limpio. Mi voluntad siempre ha rechazado tal impura tentación.

Hay una lujuria del poder, hay una lujuria del conocimiento (incluso en la teología). Pero, en mí, el trabajo con los libros ha tenido todo de inspiración, de pasión, pero siempre he tenido en cuenta el vanidad de vanidades. Inspiración, pasión arrolladora, pero nunca me he considerado superior a nadie, mejor que nadie. Unos trabajan en una cosa; otros, en otra. Eso es todo.

Lo único que sí que me daba envidia era el que sabía vivir. Eso sí. Yo siempre me he considerado un poco enterrado en una tumba de libros. Enterrado en vida. Solo así he podido producir cosechas abundantes. Pero, ahora, pasada la mitad de mi vida, me doy cuenta de que lo que me parecía una etapa de dedicación exclusiva como algo transitorio se ha ido convirtiendo en algo permanente. Quizá era mi destino. Quizá no estaba en mi mano repartirme, dividirme.

Amo la teología y la literatura, con pasión. Pero estoy tan convencido de que todo es vanidad. Lo digo con total sinceridad. Es cierto que la entrega fue a Dios. La teología y la literatura solo han sido el camino concreto de caminar en esa entrega. Eso siempre lo he tenido claro. Siempre me he movido en un Libro cuadrado por poner un marco como el de una de mis obras. El Centro siempre he tenido claro cuál era.

A mis 52 años, tengo el más agridulce de los sabores en mi boca. Para nada encuentro el sabor de la satisfacción. Quizá también me encuentro bajo el peso, el inmenso peso de mi obra sobre san Pablo, cuyas dimensiones pesan sobre mí como una losa. ¿Ha valido la pena?, me pregunto incesantemente. Sea de ello lo que fuere, ya voy acabando.

Bueno, pensamientos que os ofrezco, que os descubro. 52 años es un buen momento para repensar el trabajo, para reflexionar sobre mí mismo. A los 60 es posible que sea mucho más rígido, que ya tenga menos capacidad para ser flexible incluso en mis preguntas.

Pero, os lo digo con total sinceridad, quizá la soberbia sea el pecado en el que más difícil me parece que yo pueda caer. La envidía sí, la soberbia... no. La aurea mediocritas no seré yo el que la coloque en un pedestal.