Voy a continuar hablando
sobre el tema de ayer. Y voy a poner como ejemplo lo que yo vivi en la Universidad
de Navarra, porque ya he hablado muchas veces de lo contento que estoy de haber
estudiado allí. Tantas veces he elogiado sus puntos positivos que hoy voy a
fijarme solo en lo negativo de los estudios, ojo, en los años 80. No tengo ni
idea de lo que ocurre ahora allí. Pero lo que ocurría en ese lugar lo he visto
después repetido hasta el día de hoy.
Por las mañanas, teníamos
estudio en la biblioteca. Os puedo asegurar que estudio significaba
exclusivamente memorizar los apuntes. Os puedo asegurar que eso es lo que hacían
el 90% u 80% de mis compañeros todas las mañanas, yo también. Estudio
significaba aburrirse en un grado difícil de superar. Había un compañero que
llegó a decir que prefería una sesión de disciplinas a tener que estudiar. La mayoría
no llegaba a tanto.
Teníamos muchos libros en
la biblioteca, pero ninguno de nosotros los leía. ¿Por qué? Porque la materia a
memorizar era, a todas luces, excesiva. La facultad estaba muy interesada en subir
el nivel. Era una facultad que comenzaba ese ciclo del bachillerato. Subir
el nivel implicaba dar mucha materia. Dar mucha materia suponía tener que memorizar
mucho. Y el profesor siempre con prisas al acabar el semestre: Tenemos que
ir rápido, tenemos que ir rápido.
De esta manera, un pobre
compañero, hijo de agricultores, de cierta provincia rural de España, nacido y
crecido en un ambiente donde no se leía un solo libro nunca, pasaba a tener que
escuchar el complicadísimo dictado de un profesor de la asignatura de Filosofía
del hombre, un laico, que os puedo asegurar que jamás mostró el más mínimo
interés en saber si le entendíamos o no. Incluso ahora, a mis años, me parece
que me costaría entender sus complicadas clases. Cuando llegaron los exámenes,
ya me imagino sus comentarios al poner las notas: “Es que no trabajan. Es que
no estudian”.
Como este pobre
estudiante español que pasó del ambiente rural no letrado a escuchar las
mayores complejidades posibles, podría repetir lo mismo de compañeros míos de
Filipinas, Costa de Marfil y otros muchos lugares.
Cuando varias veces se
les hizo notar que a algunos les estaba costando, forma muy eufemística para
expresar que había un desfase entre ciertos profesores y no pocos alumnos que
ponían la mejor voluntad, la respuesta era siempre un retoque mínimo: un
comentario al profesor, ser más condescendiente al no suspender a un alumno,
cosas así.
El resultado de todo esto
era memorizar y memorizar, creando angustia en no pocos alumnos de teología que
ponían su mejor voluntad. ¿Exagero con la angustia? Os aseguro que no.
Por supuesto que en
Oxford el sistema era totalmente distinto. Un tutor iba comprobando el progreso
de cada alumno, le iba proponiendo lecturas, había una relación humana,
personal, se dialogaba mucho con el profesor y con los otros estudiantes de
teología.
Yo vi a mi tutor una sola
vez en cinco años y fue algo enteramente protocolario. Y si un tutor veía a un
compañero mío era solo para darle ánimos y decirle que siguiera adelante. Eso
era todo.
El resultado de este modo
decimonónico de enseñar (escuchar + memorizar: recibir una calificación) era
que ninguno de nosotros sacó el más mínimo amor por la patrología, la cual se
había convertido en una inmensa lista de memorización, en eso y solo en eso. Ninguno
de nosotros, os lo aseguro, podía tampoco recordar las clases de filosofía del
hombre (por poner un ejemplo que fue emblemático) dos años después de pasar el
examen. Pasar el examen: pasar, sobrepasar, sobrevivir, superar.
Os podría mencionar
varias preciosas asignaturas en las que el profesor se las ingenió para enseñarnos
la parte más árida, la más aburrida, la más desmoralizante, de esa materia. En
algunos campos de la teología, eso parecía imposible, pero el profesor lo
consiguió.
Repito que me estoy
fijando en lo negativo. Todo lo contrario que, por ejemplo, las clases de don
Manuel Guerra (que venía de Burgos un mes) y que todos, unánimemente,
calificábamos como las mejores de toda la carrera. Pero él, precisamente, las
espiritualizaba, les daba vida. Él sí que hablaba mucho con los alumnos,
transmitía, no se limitaba a dictar.
También era muy bueno don
Mariano Artigas en una materia no simpática como la metafísica, o don Klaus Limburg,
profesor de griego. La lista podría seguir, pero prefiero mencionar solo a dos
para que no hacer de menos a nadie.
Estos fallos, que no sé
si continúan, los he visto repetidos al infinito. Y, a veces, he pensado que en
seminarios sencillos de Brasil, de Perú o de África, con un profesor humano,
que dialogaba, quizá tenían una formación teológica más aparentemente simple,
pero más parecida a como se enseñaba la teología en Constantinopla en el siglo
IV.
La sencillez es siempre
algo bueno. La complicación siempre es algo malo. Algunas facultades en su afán
de prestigio han sacrificado el sentido humano de la teología, lo digo así de
claro. Y no lo digo por la Universidad de Navarra (cuyos estudios he elogiado
en más de quince posts), aunque hoy tocara lo negativo. Afortunadamente, la
frialdad y aridez de las clases (años 80) se compensaba con el ambiente y los
consejos de los formadores de Albaizar, Echalar y Carlos III, las residencias
que hubo antes del seminario Bidasoa. Allí, en esas casas, bajo esos
formadores, sí que se producía una verdadera fusión del conocimiento con el
Misterio de Dios.
Alguien dirá que lo
importante es salir bien formados y olvidarse de la poesía. Pero, en el estudio
de la teología, eso no puede ser así. El estudio de la teología no puede ser
como el de la biología o el de las matemáticas.
No les echo en cara nada, ellos repitieron los patrones docentes que habían recibido.