viernes, julio 10, 2020

El estudio de la teología: análisis y critica para hacer enmiendas



Voy a continuar hablando sobre el tema de ayer. Y voy a poner como ejemplo lo que yo vivi en la Universidad de Navarra, porque ya he hablado muchas veces de lo contento que estoy de haber estudiado allí. Tantas veces he elogiado sus puntos positivos que hoy voy a fijarme solo en lo negativo de los estudios, ojo, en los años 80. No tengo ni idea de lo que ocurre ahora allí. Pero lo que ocurría en ese lugar lo he visto después repetido hasta el día de hoy.

Por las mañanas, teníamos estudio en la biblioteca. Os puedo asegurar que estudio significaba exclusivamente memorizar los apuntes. Os puedo asegurar que eso es lo que hacían el 90% u 80% de mis compañeros todas las mañanas, yo también. Estudio significaba aburrirse en un grado difícil de superar. Había un compañero que llegó a decir que prefería una sesión de disciplinas a tener que estudiar. La mayoría no llegaba a tanto.

Teníamos muchos libros en la biblioteca, pero ninguno de nosotros los leía. ¿Por qué? Porque la materia a memorizar era, a todas luces, excesiva. La facultad estaba muy interesada en subir el nivel. Era una facultad que comenzaba ese ciclo del bachillerato. Subir el nivel implicaba dar mucha materia. Dar mucha materia suponía tener que memorizar mucho. Y el profesor siempre con prisas al acabar el semestre: Tenemos que ir rápido, tenemos que ir rápido.

De esta manera, un pobre compañero, hijo de agricultores, de cierta provincia rural de España, nacido y crecido en un ambiente donde no se leía un solo libro nunca, pasaba a tener que escuchar el complicadísimo dictado de un profesor de la asignatura de Filosofía del hombre, un laico, que os puedo asegurar que jamás mostró el más mínimo interés en saber si le entendíamos o no. Incluso ahora, a mis años, me parece que me costaría entender sus complicadas clases. Cuando llegaron los exámenes, ya me imagino sus comentarios al poner las notas: “Es que no trabajan. Es que no estudian”.

Como este pobre estudiante español que pasó del ambiente rural no letrado a escuchar las mayores complejidades posibles, podría repetir lo mismo de compañeros míos de Filipinas, Costa de Marfil y otros muchos lugares.

Cuando varias veces se les hizo notar que a algunos les estaba costando, forma muy eufemística para expresar que había un desfase entre ciertos profesores y no pocos alumnos que ponían la mejor voluntad, la respuesta era siempre un retoque mínimo: un comentario al profesor, ser más condescendiente al no suspender a un alumno, cosas así.

El resultado de todo esto era memorizar y memorizar, creando angustia en no pocos alumnos de teología que ponían su mejor voluntad. ¿Exagero con la angustia? Os aseguro que no.

Por supuesto que en Oxford el sistema era totalmente distinto. Un tutor iba comprobando el progreso de cada alumno, le iba proponiendo lecturas, había una relación humana, personal, se dialogaba mucho con el profesor y con los otros estudiantes de teología.

Yo vi a mi tutor una sola vez en cinco años y fue algo enteramente protocolario. Y si un tutor veía a un compañero mío era solo para darle ánimos y decirle que siguiera adelante. Eso era todo.

El resultado de este modo decimonónico de enseñar (escuchar + memorizar: recibir una calificación) era que ninguno de nosotros sacó el más mínimo amor por la patrología, la cual se había convertido en una inmensa lista de memorización, en eso y solo en eso. Ninguno de nosotros, os lo aseguro, podía tampoco recordar las clases de filosofía del hombre (por poner un ejemplo que fue emblemático) dos años después de pasar el examen. Pasar el examen: pasar, sobrepasar, sobrevivir, superar.

Os podría mencionar varias preciosas asignaturas en las que el profesor se las ingenió para enseñarnos la parte más árida, la más aburrida, la más desmoralizante, de esa materia. En algunos campos de la teología, eso parecía imposible, pero el profesor lo consiguió.

Repito que me estoy fijando en lo negativo. Todo lo contrario que, por ejemplo, las clases de don Manuel Guerra (que venía de Burgos un mes) y que todos, unánimemente, calificábamos como las mejores de toda la carrera. Pero él, precisamente, las espiritualizaba, les daba vida. Él sí que hablaba mucho con los alumnos, transmitía, no se limitaba a dictar.

También era muy bueno don Mariano Artigas en una materia no simpática como la metafísica, o don Klaus Limburg, profesor de griego. La lista podría seguir, pero prefiero mencionar solo a dos para que no hacer de menos a nadie.

Estos fallos, que no sé si continúan, los he visto repetidos al infinito. Y, a veces, he pensado que en seminarios sencillos de Brasil, de Perú o de África, con un profesor humano, que dialogaba, quizá tenían una formación teológica más aparentemente simple, pero más parecida a como se enseñaba la teología en Constantinopla en el siglo IV.

La sencillez es siempre algo bueno. La complicación siempre es algo malo. Algunas facultades en su afán de prestigio han sacrificado el sentido humano de la teología, lo digo así de claro. Y no lo digo por la Universidad de Navarra (cuyos estudios he elogiado en más de quince posts), aunque hoy tocara lo negativo. Afortunadamente, la frialdad y aridez de las clases (años 80) se compensaba con el ambiente y los consejos de los formadores de Albaizar, Echalar y Carlos III, las residencias que hubo antes del seminario Bidasoa. Allí, en esas casas, bajo esos formadores, sí que se producía una verdadera fusión del conocimiento con el Misterio de Dios.

Alguien dirá que lo importante es salir bien formados y olvidarse de la poesía. Pero, en el estudio de la teología, eso no puede ser así. El estudio de la teología no puede ser como el de la biología o el de las matemáticas.

No les echo en cara nada, ellos repitieron los patrones docentes que habían recibido.