En arquitectura, se
pueden hacer cosas preciosas y sin gastar fortunas. Basta ver las fotos de arriba. Véanse las fotos que he
puesto arriba. Podría haber dedicado mi vida a trabajar como párroco y haber cultivado
como afición el ofrecer mis servicios a las diócesis como sugeridor de ideas
arquitectónicas. En vez de centrarme en la literatura, podría haberme dedicado
a eso, sin dejar de ser párroco. Podría haber presentado proyectos más en
serio, con un acabado más profesional, no meros bosquejos.
Pero estoy seguro de que
no hubiera logrado nada. Podría haber presentado proyectos concretos para nuevos
templos: el resultado hubiera sido cero.
En todas las diócesis, en todo el orbe católico, las relaciones entre el
obispo, sus consejeros y el arquitecto finalmente elegido conforman un tejido
de relaciones donde la “relación” lo es todo. No importa lo que presentes sobre
el papel. La relación, al final, es la que se lleva el gato al agua. Y, por
supuesto, el arquitecto elegido (no importa lo malo que sea) no querrá ni oír
hablar de la más mínima sugerencia ni siquiera sobre los canalones del tejado para
la lluvia.
Me alegro mucho de, hace
años, haber tomado una decisión central a favor de la literatura. De lo
contrario, mi andadura en la arquitectura se hubiera resumido en esta frase: no
haber logrado nada.
He llegado a tantear una diócesis
de Australia que tenía que construir una nueva concatedral. Pero, de todas las
personas con las que he hablado, un caso ha sido el más doloroso para mí.
En cierto lugar de España, tuve muchas conversaciones con un arquitecto que iba a construir una parroquia. Tuve muchas conversaciones con él.
En cierto lugar de España, tuve muchas conversaciones con un arquitecto que iba a construir una parroquia. Tuve muchas conversaciones con él.
Cuando, finalmente, se aprobó
el proyecto, no me tuvo en cuenta para nada, ni para lo más mínimo. El resultado
fue un templo feo. Un día me animé a coger el coche e ir a verlo in situ. Pregunté a
los feligreses, al párroco, todos estaban de acuerdo: a nadie le gustaba esa iglesia. Solo había
una persona a la que le gustaba: al arquitecto.
No dije nada. Pero esa
parroquia podría haber sido muy distinta con el mismo presupuesto. Hablé con
una persona de su oficina de arquitectura. Me dijo que la culpa era del obispo.
Pero no, no era cierto. La única culpa del obispo era haberle elegido a él. Y
cuando el resultado fue el que fue, y era evidente que no gustó a nadie, no valía
aferrarse a los pocos cambios que el obispo había pedido para decir que ya no
era “su proyecto”.
Pero ese caso me mostró
que la irrupción de un extraño en esa maraña de relaciones arquitectónico-curiales
es una batalla perdida. Porque solo en un lugar intenté con todas mis fuerzas influir
con sugerencias, con consejos, con ideas, y no logré absolutamente nada.
Al menos, mis libros
quedarán. Al menos, no habré empleado mi tiempo en proyectos concretos que se
quedarán en una carpeta. A veces, me pregunto cómo puedo pretender este tipo de
ilusiones, cuando, a la vista de todos, hemos contemplado el apuñalamiento
estético que ha sufrido la Catedral de la Almudena, año tras año. Si ni la Almudena
se salva, ¿qué podemos esperar?
Estos crímenes arquitectónicos, repetidos y reiterados sin arrepentimiento, generalizados, ¿no son el síntoma de una enfermedad más profunda? Cuando algo se hace mal de forma repetida, ¿qué es lo que no funciona en el sistema organizativo eclesial?